Por mucho que digamos, la ilusión de todo el que escribe es ser leido. Algunos de los más amables lectores de este blog han hecho algunos comentarios aclaratorios sobre las costmbres de "el Conde", cosa que me hace aún más ilusión.
Tienen razón al corregirme sobre alguna de las manías que relataba sobre el profesor: no era "el Conde" sino "el Nikita", profesor de Latín, el que daba con las llaves en la mesa para pasar turno, un golpe acierto, dos golpes, error: amititia, amititiae. "El Conde" daba en la mesa con los nudillos como confirma otro lector.
Los profesores eran en aquella época personajes susceptibles de leyenda. Con facilidad, a través de hermanos mayores o de chismorreos de pasillo, corrían anécdotas que si reunían las suficientes dosis de truculencia se convertían rápidamente en historias que conformaban un perfil legendario, muchas veces con tintes casi escatológicos. Los profesores entonces no tenían vida propia, privada, fuera de su condición del colegio pero tenían autoridad, tenían el carisma que da una cierta inaccesibilidad. Las leyendas contribuian a ese halo y por lo tanto raras veces eran desmontadas o negadas, porque a ellos les venía bien esa transformación de persona en personaje.
Todos tenían mote. Y todos tenían un dicho o latiguillo, que, según la hagiografía no autorizada de los mismos, utilizaban al enmendar la plana a algún alumno: ninguno de nosotros lo oyó jamás, pero juraríamos que "el Willy" decía aquello de "....oiga, que tengo el labio partido y no me puedo reir" cuando alguien se equivocaba de respuesta, latiguillo que pegaba muy bien con su aspecto de ex-jugador de rugby con la rodilla machacada que le apartó de una carrera deportiva plagada de éxitos (fabella dixit).
Ninguno lo vimos jamás, pero juraríamos que "el Jimmy Calavera" arrancaba los pelos a puñados cuando te tiraba de la patilla por no saber la lección de Geografía.
De "el Ruano" la leyenda nunca refrendada afirmaba que era entrenador de beisbol (así escrito en su grafía castellana) y que había vivido en América, lo que unido a sus gafas de altísima graduación le permitía derrapes intelectuales en clase que nadie ponía en duda.
Otras excentricidades sí que estaban clara y fehacientemente contrastadas, como en el caso de "el Peláez" que iniciaba todas sus clases con media pastillita de Hibitane y un cigarrillo, que encendía y con la primera calada soplaba encima de la mesa para barrer cualquier hebra, ceniza o resto del Hibitane, moviéndo la cabeza de lado a lado para abarcar toda la superficie.
O el caso de aquel otro profesor que como estrategia correctora de sus alumnos menos aplicados, los llamaba a situarse de pie sobre una baldosa determinada, justo delante de su mesa. Entonces él se ponía delante y desde la altura que le daba el estrado dejaba caer el borrador de la pizarra sobre la cabez del infeliz, que, más que por el dolor, quedaba envuelto en una nube de tiza.
Tampoco eran leyenda los "cariños" y "caricias" que cierto fraile nos dispensaba cuando nos ofreciamos voluntarios para hacer de monaguillos en sus misa diaria, a las doce de la mañana, con el doble objetivo de saltarnos una hora de clase y darle un buen tiento al vino de consagrar de la sacristía.
Leyendo estos recuerdos alguno podría deducir que la experienca resultara en traumática, que los excesos verbales nos quitaban dignidad, que los golpes eran maltratos y las caricias, abusos deshonestos. Alguno ha hecho una película o escrito un drama con menos. Sin embargo yo no lo veo así, sino parte del paisaje de una época, de un tiempo que no tiene continuidad ni razón de ser ahora, pero que entonces nos permitió crecer, aprender y madurar para enfentarnos a un mundo que iba a cambiar, con experiencias reales y personajes de carne y hueso.
Ahora los niños están expuestos a todo eso y más pero de forma aséptica, lejana porque lo ven y lo experimentan a través de la televisión o el ordenador. Pero eso será objeto de otro comentario.
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