Mi camino diario al despacho es una fuente de inspiración y reflexión. Esos escasos 20 minutos ida y otros tantos de vuelta por el centro de Madrid me permiten pensar, reflexionar, organizar el día o la agenda para el siguiente. También me permiten contemplar y conectar con la ciudad, encontrar su pulso y su estado de ánimo a través de las caras, actitudes y movimientos de su gente.
En mi trayecto diario se encuentra mi limpiabotas. Es un profesional impecable que le dedica no menos de 15 minutos a la tarea de limpiar, lustrar y dar esplendor a unos zapatos cada vez con más kilometros en sus suelas. Esos 15 minutos son también para mí, tiempo extra ganado al día, placer insustituible y que seguramente es similar al que experimentaban las mujeres cuando iban a la peluquería y se sentaban con sus rulos debajo de esos secadores con forma de campana. Durante esos 15 minutos me paro y sólo contemplo, escucho, absorbo, sin prisa, sin agobio, sin la insidiosa necesidad de estar haciendo algo.
El Limpia es un hombre de unos 55 años, curtido en la calle, no en vano se pasa 8 o 10 horas al día a la intemperie. De origen polaco, todavía se le nota el acento en su español parco, limitado, no por conocimiento, sino por poco hablador. Su material de trabajo, taburete bajo, silla para el cliente y posapies con cajón para guardar sus enseres, es de fabricación casera, funcional, y él lo cuida con atención y se asegura que el cojín dónde se sienta el cliente esté limpio y ahuecado.
Mientras se esmera en su trabajo, mucha gente que pasa al lado en esta zona concurrida de peatones mira y observa la estampa: el cliente sentado en la silla, lee el periódico, fuma o contempla el entorno, mientras el limpia, acuclillado en su taburete cepilla con ahínco los zapatos del señorito. A muchos, sobre todo jóvenes se les hace un pelín extraño; cada vez hay menos limpiabotas en las calles de nuestras ciudades. A otros les irrita la visión y no es difícil sorprender una mirada de reproche: son los que piensan que la función del limpiabotas es humillante y que el cliente es un explotador de una situación de necesidad.
Calculo que el Limpia se lleva a casa unos 35 o 40 euros, netos de gastos, de media diaria, lo que le convierte en un mileurista más, como la mayoría de los españoles y por tanto de los que pasan por su lado con mirada crítica. Se aplica con dedicación a su tarea y no puede reprimir una mirada de orgullo por el trabajo bien hecho cuando da por terminada la faena. No escatima esfuerzos si un par le lleva más tiempo; él trabaja para el resultado, no mira el reloj y sólo cuando está satisfecho del brillo y aspecto de los zapatos levanta su mirada franca con una media sonrisa buscando la aprobación del cliente, que por supuesto siempre obtiene.
Quienes miran con ojo crítico, a quien ofenden es al Limpia, denigrando su forma honrada y profesional de ganarse la vida, de cubrir una necesidad y atender la demanda de una clientela que repite y se encuentra a gusto con su servicio. Quien se sienta en la silla respeta más al limpiabotas y su trabajo de lo que lo hace el inquisidor peatón que no entiende que cualquier trabajo es honrado en sí mismo si se hace bien, cubre una necesidad y se retribuye por su valor.
Los limpiabotas han casi desaparecido de las calles, plazas y bares de España. Sin embargo todavía es frecuente encontrarlos en EEUU, en aeropuertos, estaciones, palacios de ferias y exposiciones, incluso en la calle. Allí disponen de grandes sillones elevados dónde se sienta el cliente de forma que el limpia trabaja de pie. Los limpia agitan sus trapos para atraer a los clientes y ofrecen otros servicios: cafe, periódico, cigarrillos, como hacían antes aquí. A nadie se le ocurre mirarlos con desdén y como mucho encuentras miradas de asombro en los turistas japoneses que los fotografían.
Yo no voy a criticar nunca a quien se "busca la vida" de una manera honrada, trabajando, buscando otras vías de ganarse la vida, en vez de limitarse a engrosar sin más las listas de subsidiados. Al revés, le miraré con respeto como lo hago con mi limpiabotas.