Conforme crecen desbocados los números del paro, de los que pierden su empleo y sus fuentes de ingresos, crecen también en las grandes ciudades los sin techo.
Aunque en este año de crisis el efecto es mucho mayor, éste se reproduce todas las primaveras. Poco a poco vuelven a salir de sus refugios de invierno, abandonan los hogares de acogida o los centros de beneficiencia dónde pasan los inviernos. Cuando los días empiezan a ser más largos y el sol más cálido, responden a la llamada de la calle y vuelven a su banco, su calle, su manzana.
La mayoría son fieles a su territorio. No sé si lo marcan o lo defienden de otros, como se defienden los semáforos. Los sin techo suelen ser pasivos y pacíficos. Simplemente vuelven a sus terrenos. Algunos son solitarios, un poco huraños, encerrados en un mundo interior de dificil acceso y comprensión. Sus miradas no dicen lo que sienten ni lo que quieren, a veces justo lo contrario.
Otros son más gregarios, quizá los que lleven menos tiempo viviendo en la calle y todavía conservan vínculos sociales, aunque sólo sea con otros como ellos. Se juntan en los bancos, en los soportales, en los recovecos artificiales del paisaje urbano y allí pasan los días y las noches, en conversaciones también difíciles de comprender o imaginar.
En mi recorrido diario los vuelvo a ver, día a día, calle a calle. Ayer me topé de nuevo con una mujer que desde hace años recorre un manzana, la misma manzana. Los inviernos desaparece y regresa con el calor, normalmente mejor alimentada, peinada, con ropas menos viejas. Pero esa imagen más cuidada dura poco y se va deteriorando durante los siguientes meses en los que recorre arriba abajo, abajo arriba, la misma calle, sin mirar a nada ni a nadie, no viendo más que un camino imaginario que la hce recorrer sin descanso el mismo tramo.
En otro banco, un poco más abajo, un hombretón greñudo y con barba acumula sus posesiones a su alrededor. Se ha construido casi un refugio aprovechando la estructura del banco de madera y con cartones y plásticos ha levantado casi una choza urbana. A la puerta, el vehículo imprescindible, un antigüo carro de la compra sobre el que amontonar y transportar las pocas pero importantes pertenencias: cartones, mantas, abrigos, plásticos, y una carpeta con algunos papeles, viejos y manoseados que recogen algún trozo de su historia, casi el único vestigio de lo que algún día fue y ya no es.
En otra calle, otro banco sirve de cama a una pequeña mujer de edad indefinida, venida de alguna remota aldea andina y que ha cambiado su miseria de allí, por la miseria de acá, quizá más dura aún por el contraste con los que a diario pasan a su lado, bien abrigados, vestidos, alimentados. Los sueños que un día la hicieran montar en un avión a España, frustrados y más que olvidados y quizá ahora añorando su aldeita, llorando en quechua por no poder volver.
Algunos todavía conservan rasgos de sus antiguas personalidades. Como ese líder de un grupo que todas las tardes ocupa uno o dos bancos, no siempre los mismos, su coto es mayor, pero siempre en la misma manzana, y allí, entre cigarrillo y trago a la botella de vino en bric, desglosa su discurso, amplio, abundante en verbo y ademán, que mantiene a los demás atentos. No sé de que hablan o conversan. Hay diálogo y debate y ese líder nato, ahora jefe de un puñado de harapientos sin techo, mantine con dignidad su autoridad, perdida irremediablemente en otros terrenos, quien sabe por qué sí o por qué no.
La pobreza, el paro, la miseria es sólo una de las razones que lleva a estas personas a la calle, que les hace rechazar el calor y la comida de los centros de acogida y las ayudas para rehabilitarse. Es una llamada atávica, eremita, de romper con el grupo e instaurarse en un universo reducido dónde los límites y las reglas son suyas. Un mundo sin techo pero con fronteras que no se traspasan. Una cueva oscura y cálida en el cerebro que les protege de un mundo grande y frío sin fronteras ni límites, sin piedad. Un sitio dónde refugiarse de la falta de refugio.